Una empresa es considerada “social” cuando no sólo respeta los principios de la ética económica y persigue un crecimiento a largo plazo (o sostenido), sino también cuando contribuye al sostenimiento del desarrollo macroeconómico, de modo de no comprometer la capacidad de las generaciones futuras cuando satisface sus necesidades.

Las empresas comerciales así como también las industriales, deben responder a esta nueva sensibilidad social y evaluar los efectos de sus políticas sobre la salud de los consumidores, sobre las estructuras económicas y sociales de los países donde las empresas compran sus productos, y sobre todo sobre el ambiente físico y la sostenibilidad ambiental del desarrollo. Una confirmación de estas tendencias es la difusión de las “relaciones de sostenibilidad” de las empresas que integran las balanzas sociales y las relaciones ambientales con una óptica que favorece el vínculo con los aspectos económico-financieros. Las posiciones que las empresas asumen con respecto al tema del desarrollo sostenible se han convertido en aspectos de interés nacional e internacional: cada una responde a los desafíos en una forma más o menos defensiva o proactiva, dando prioridades diversas a los diferentes componentes de la sostenibilidad. Son evidentes las diferencias significativas también en la confrontación entre las empresas de los distintos países donde